viernes, 18 de enero de 2019

Ciencia, creencia y deidades futuras

La cosmovisión y su ideología, las de cada individuo, funcionan como lentes de la realidad. No existe, de hecho, la realidad, más allá de sus lecturas. Por tanto, los lentes son nuestra conexión con el mundo, son una parte importante del mundo en el que cada uno de nosotros vive (por no entrar a discutir si son íntegra y completamente el mundo, sin más). No vemos con nuestros ojos rayos equis o rayos gamma, aunque otros dispositivos nos indiquen que están por ahí. Llamamos realidad a lo que construimos y de-construimos con la información que percibimos. Esa construcción y de-construcción permanente modela a su vez las características y prestaciones del “interpretador”, del sistema biológico-cultural con el que interactuamos con el entorno. Las estrellas son parte de la realidad, aunque muchas de ellas, supuestamente, ya no existan, solo vemos la luz de un objeto extinguido. La palabra “estrella” es solo recientemente ese objeto de tamaño tremendo, producido por la acumulación de gases y que se quema a sí mismo durante períodos inimaginables. Estrellas son, durante la mayor parte de nuestra historia y lenguaje, los puntos de luz en el cielo nocturno. El sol es otra cosa, solo recientemente creemos y asumimos una relación entre sol y estrella, si nos la han cultivado (debe haber aún humanos diferenciándolos radicalmente, como hicimos en la mayor parte de nuestro pasado). El blanco es el color de ciertas cosas que vemos, pero es diferente para una cultura o para otra. El color es una interpretación, como todo lo que observamos. Las tribus árticas suelen tener decenas de palabras para expresar lo que alguien como yo resume en la categoría “blanco”. Desde el vientre materno el plástico neuronal se moldea y a los imperativos biológicos les suceden, rápidamente, imperativos culturales, con el mix de dolor, placer y el resto de las sensaciones y emociones que conectan lo biológico-sensorial con el mundo y su otredad.

Así, no es extraño que reiteremos en nuestros propios errores. No hay mayor ceguera que el no querer ver. Porque ver implicar leer e interpretar y si nuestro “interpretador” es una herramienta biológica simplificadora que juega a satisfacernos y lo hace con “cartas marcadas” el autoengaño es la primera opción. Por eso la ciencia ha tenido el poder que hoy tiene. Es parte de nuestro interpretador, pero nos obliga a respetar las reglas que nosotros mismos le hemos impuesto. Es un gran verificador. Gracias a su aporte, nos dice constantemente que estamos equivocados en algunas cosas y nos invita a indagar en consecuencia. La ciencia no nos dice la verdad. La ciencia y la verdad nada tienen que ver la una con la otra. La verdad siempre estuvo con nosotros. Es una condición de nuestros lentes. Sin ella, el humano no habría sobrevivido. La verdad construye espiritualidad y, mezclada con otros condicionantes arraigados, construye solidaridad intraespecie y facilita la competitividad frente al medio y la sobrevivencia. Cualquier verdad para nosotros es una verdad “antropocentrista”. No puede ser de otro modo, no concebimos la verdad ajena a nuestro mandato biológico de sobrevivencia. O no lo hacíamos.

La ciencia solo abarca la lucha con la “no verdad”. Es fáctica. Su carácter declarativo es metodológico, no fundamental. Las hipótesis y las teorías son sus herramientas para avanzar en el estiércol del autoengaño, para vislumbrar nuevos caminos ¿hacia dónde? Eso no lo responde la ciencia. Ahí domina la filosofía, la trasegadora de la máquina científica para lidiar con la verdad. También hace de intermediaria con los sistemas centrados en "una verdad", con las religiones. Pero biológicamente somos creyentes. Sin creer no nos moveríamos, la incertidumbre nos paraliza.

Por eso hoy en día nos confundimos y creemos que la confiabilidad que nos ha traído la ciencia y sus tecnologías, la que nos permite, por ejemplo, subirnos a un ascensor y esperar tranquilamente lo que sucederá luego de presionar un botón en su interior, es la nueva verdad. Creemos que existe la paz, la estabilidad y, como siempre, creemos en la inmortalidad. La máquina de creer que es nuestro cerebro, el software al que llamamos mente y nos invita a la placidez entre espacios de lucha por el alimento y el sexo (quizá también el poder, pero es solo una superposición de mandatos para aumentar la probabilidad de reproducirnos exitosamente) nos hace sentir seguros. La seguridad implica rodearnos de verdad. Muchos creen que la sociedad humana se desmorona por la pérdida de Dios y su valor de verdad. Pero la sociedad humana, gracias a la ciencia, es más creyente, estable y moderada que nunca. El fenómeno vital de la sobrevivencia cotidiana que nos acompañó durante decenas de miles de años como especie y durante centenares de miles de años como género y familia, es cada vez más lejano en nuestra memoria evolutiva, aunque aún muy poderoso y reciente. Al fin y al cabo, solo hace más o menos diez mil años que inventamos la economía de los excedentes.

Por eso está creando la tecnología humana el poder que sustituirá hasta el último resquicio de nuestra naturalidad previa. Algunos creen que se tratará de una sustitución. Yo creo que será parte de nuestra evolución. Es decir, desde ya, me siento cómodo en mi rol de antecedente burdo de seres que no serán “naturales” en el sentido que hoy indica esa palabra para nosotros. La inteligencia que estamos creando es biotecnología, es evolución. Si a los últimos que quedemos nos llevan a zoológicos o nos criogenizan para el estudio futuro, no me siento mal por ello. Si quizá simplemente nos eliminen, tampoco. No soy de los que espero un encuentro amigable con extraterrestres y tampoco espero que sea muy "considerada" con el pasado la transición que surja de la inteligencia artificial. Me encanta considerar con ilusión el mensaje de los filósofos y tecnólogos que nos invitan a configurar los parámetros morales y las conductas que habrán de "encumbrarnos" para que los nuevos seres nos sirvan, pero no pasa de eso el asunto, una ilusión. La frontera es que resultan más inteligentes. Eso es todo. Cuando lo sean no habrá un conmutador para desconectar. Somos los últimos individuos de la sociedad humana natural, la previa al diseño que nosotros, como especie, nos vamos a imponer a nosotros mismos: la Naturaleza ampliada, la antroponaturaleza terrestre. Dicen que será más inteligente, pero no creo que haya oportunidad para el “más” en esa afirmación. Tampoco vale la pena discutir si será mejor o peor. No tiene sentido. Será diferente.

Aceptándonos como criaturas con lentes, no deja de llamar la atención la capacidad que tenemos (como individuos y, lo que resulta aún más curioso, como grupo) de confiar en nuestros modelos más allá de las evidencias. Trastocando las evidencias. Olvidando selectivamente. Reforzando recuerdos ajenos a cualquier validación estadística. Despreciando recuerdos y su valor estadístico bien consolidado. Cambiando de creencias para creer que seguimos creyendo en lo mismo. Repintando nuestros cuadros favoritos. Desechando sin temor los cuadros que nos hacían sentir incómodos por la carga de “no verdad” que nos revelaban. Claro, reconozco que esta “disfuncionalidad selectiva” tuvo aún mayor poder y presencia en los individuos del pasado y sus decisiones (y debo suponer entonces que somos mejores porque, aun así, sobrevivimos como especie, quizá con mayor presencia de genes e individuos prestos a distinguir y tamizar sus propias creencias; quizá no, quizá con más genes e individuos reforzadores de sus convicciones y menos tolerantes a las fisuras en sus modelos y creencias).

A veces pareciera que podríamos cuestionar este funcionamiento ¿cómo pudimos llegar aquí con semejante tecnología interpretativa? ¿cómo es posible que, la creación natural que nos hace cúspide de la cadena trófica, en otras palabras, la más importante creación de Dios en la Tierra, seamos tan lerdos? Quizá algunos aportarán como respuesta que, también, mucho de lo que aprendimos vino de reconocer las fallas e incorporar nuevos elementos a nuestro modelo. Tener un modelo, mal modelo, es parte intrínseca de la condición vital. Todas las especies tienen su “software interpretador” y lo utilizan con sus ventajas y limitaciones. Nosotros tenemos uno aparentemente muy avanzado, pero no tanto como para que no acumule múltiples falencias. Eso ha provocado en el pasado la desaparición de especies previas a la nuestra, parecidas a la nuestra. Eso puede ser fuente de desaparición de la nuestra. Pero, para la Vida, una especie no pareciera ser, per sé, un sacrificio relevante. A nosotros nos crearon con la condición de creer que podría ser relevante la desaparición de un individuo (inherementemente, yo). Es tecnología natural. Pero hoy sabemos que la “diversidad biológica” en la Tierra y sus ecosistemas tiene vaivenes. Ni siquiera la sensibilidad de la Vida en la Tierra como sistema a esas variaciones de diversidad parece clara. La ciencia pareciera asumir que es mejor para la vida y, por tanto, en protección del albergue, nos induce a proteger la diversidad.

Además, también parece claro que los humanos también hemos adquirido herramientas y mejoras al software de interpretación con el que venimos al mundo, para reconocer diferenciales entre los modelos que vamos programando desde que se activa nuestro sistema nervioso y lo que llamamos realidad. Seguramente ha sido factor crítico de sobrevivencia para complementar la creencia. Por ello los antropólogos creen que detrás de los mandatos de cualquier religión hay, simplemente, factores de sostenibilidad y sobrevivencia. Por ejemplo, los dioses traen agua, alimento, fertilidad. O bien un dios hace al hombre y le ordena reproducirse. O también un dios le ordena dominar su entorno. O le impide tener sexo con la propia sangre. O le ordena respetar la vida a su alrededor, proteger a todo lo vivo...Es bastante evidente el “origen interpretativo” de la voz divina.

Cuando evolucione lo suficiente esta nueva deidad que estamos construyendo los humanos como prolongación tecnológica de la naturaleza que nos trajo y alberga (o estas deidades, puede que sean varias y nuestro mundo sea nuevamente un olimpo de dioses con debilidades, egos confrontados y períodos intermitentes de paz y belicosidad, aunque eso suene tan humano), el nuevo ser, conciencia e inteligencia con garantías y prestaciones mucho mayores que las nuestras para hacer lo imaginable y lo que su nueva imaginación estime que vale la pena hacer, será entonces la más real de las deidades de las que hayamos creado jamás. Quizá en ese momento haya muchos humanos para contarlo. Quizá no a todos se les hará igual de evidente su creación, igual de real. Pero será real, en el sentido de fácil y uniformemente validable por todos los interpretadores naturales que la percibamos, un nivel superior de diseño con respecto a otras deidades humanas. Será olfateable, visible, escuchable, palpable y saboreable hasta donde, los que quieran creer (en eso no habremos cambiado los humanos naturales), quieran olerla, verla, oírla, tocarla y saborearla. Quizá con el mismo nivel de "realidad" con el que sentiría un humano de las cavernas el contacto con una aspiradora. Otros creerán que no existe. La ciencia humana nunca podrá cambiar la tendencia humana a creer más o menos lo que surja de su cosmovisión, ideología y otras creencias previas.

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